En marketing usamos muchos palabros. Cientos. Tomamos prestadas palabras de otras lenguas que convertimos en palabros en el nuestro y nos inventamos términos que quedan bien en uno de esos artículos de clic bait que fabricamos como churros porque eso es lo que importa: los clics, las conversiones, las ventas. Ya lo dije un día, a veces hablamos con tal frialdad que cuesta imaginarse que detrás de un ‘lead’ hay una persona. También puede haber un bot, pero no es el caso.
Planificamos las campañas y estimamos conversiones. Van a entrar chorromil leads, de los cuales un porcentaje se convertirá en cliente potencial (si vuelvo a oír el palabro ‘prospecto’ referido a un contacto me da un parraque) y otro pequeño porcentaje de este ya pequeño porcentaje terminará siendo una conversión. Joder, que parece que lo que mejor que pueda ser una persona para nosotros es una puta conversión. Quizá por eso me gusta tan poco este marketing impersonal, basado en volúmenes, en regar a manta, en poner etiquetas. Y a eso íbamos, a las etiquetas.
Nos flipa etiquetar. Lo-puto-etiquetamos-todo. Las generaciones, eso es de lo que más nos gusta etiquetar. Y, cuando algo no nos cuadra, nos lo volvemos a inventar. Los que nacimos a finales de los 70 y estamos a medio camino entre la generación X y los millennials somos xennials, que tiene nombre a tribu guerrera de serie cutre de los 80. Y los baby boomers con pasta son viejennials. Porque, eso, la pasta, es lo que lo determina todo: si el público a quien deberíamos estar vendiendo cosas está demasiado preocupado pagando hipotecas o buscando trabajo, nos inventamos otro público objetivo del que tirar. ¡Los pensionistas son un puñetero filón!
Lo divertido es preguntarles a ellos lo que les parece y ese fue el experimento que hicimos hace un par de semanas en el taller de Escritura Creativa de la Universitat de Majors de la UJI: les pedimos que editorializaran sobre el ‘fenómeno’ (nótense las comillas) de los ‘Viejennials’, esa generación de personas mayores con recursos, con libertad y con cierto poder adquisitivo para vivir y, sobre todo, para consumir. ¡Vamos a empoderarles para que se crean lo más y entonces se la colamos! Pues me da que, al menos con mis alumnos, el tiro nos sale más bien por la culata.
Igual no son una muestra científica de la sociedad y el hecho de que estén, una vez jubilados, de nuevo en las aulas es más que significativo. Pues no les hace ni puta gracia que les etiqueten. Ni que se crean que tienen más poder adquisitivo del que tienen en realidad. Ni quieren que les vendan cosas que no necesitan. Me sabe mal, marketeros del mundo, pero esto de los viejennials no cuela con todos. De hecho, de mi grupo de alumnos no ha colado con ninguno. Y lo que me alegro…
Dicho esto, un momento de calma y reflexión. Nos perdemos en estadísticas: “Facebook me da xxx.xxx potenciales para esta campaña”. Vamos a coger todas esas equis y a intentar venderles cosas. ¿Pero nos vamos a parar a preguntarnos o a preguntarles qué es lo que les preocupa, lo que les gusta o lo que les inquieta? ¡Qué cojones! Nos inventamos una etiqueta molona y eso que nos ahorramos. Así, que no cuenten conmigo.
Lidón: No sabía que nos habías tendido una trampa. Pero no te fíes de nuestras opiniones porque no somos representativos de esta sociedad. Tampoco podemos tirar de tarjeta tan alocadamente porque son muy pocos los que disfrutan de buenas pensiones y la salud tampoco nos acompaña siempre.
Muy bueno el deber compartido.
M. Carme Arnau
jajaja qué va! No era una trampa! Lo pensé a posteriori, pero es que nos pasamos la vida ‘juzgando’ a las personas como si solo fueran (fuéramos) consumidoras y no seres humanos